lunes, 19 de agosto de 2013

Relatos de Egipto (Parte I)






















(Bazar de Khan Al-Khalili, Cairo)

Caos.  Si una palabra bastara para definir a Egipto durante mi corta estancia en 2012, esa sería la elegida. Desde el momento mismo de ingresar al país, de a pie por el paso de Taba (en la frontera norte con Israel) pude percibir la anomia y el desorden imperante, que contrastaba notablemente con el hiper-ordenado y altamente videovigilado Israel.  El único símbolo indicativo de algún tipo de organización eran los soldados. A medida que me encaminaba hacia la improvisada estación de buses para tomar aquel que me llevaría hasta la ciudad de Sharm el Sheik, era constantemente acosado por hordas de egipcios ofreciendo un taxi o algún otro tipo de movilidad. Algo que me llamó la atención es que gritan al hablar, pero lo hacen naturalmente.  Si bien nosotros los argentinos somos bastante ruidosos,  los egipcios nos ganan por unos cuantos decibeles. 

Ademas de los insistentes transportistas, había muchas otras personas, al reparo de la sombra, haciendo absolutamente nada.   Me acordaba de la conversación con el taxista israelí que me llevó desde Eilat hasta la frontera.  Acusaba a los egipcios de tener cierta aprensión por el trabajo: me decía que los salarios eran más bajos que en el sudeste asiático, con lo cual el potencial y la competitividad de su fuerza laboral era enorme, pero que faltaba "algo" para que los inversores aprovecharan esa oportunidad.   Pronto me iba a dar cuenta por propia experiencia de aquella carencia.

La estación de ómnibus bien podría haber estado en algún lugar de Argentina.  Muy sucia.  Incluso más que las argentinas.  Basura no sólo en la estación, sino en todos los caminos linderos.   Si bien habían pasado años desde la ocupación del Sinaí por los Israelíes,  toda la zona parecía zona de guerra.  Mochileros esperando sentados en el piso.   No había muchas comodidades, pero el precio irrisorio del pasaje compensaba la incomodidad.  En poco tiempo estaba en un bus con muy buena refrigeración y algún tipo de telenovela árabe en las pantallas de televisión, bordeando el Golfo de Aqaba en dirección sur.  

Al despertar me encontré que había llegado a la paradisíaca Sharm.  Nuevamente me encontré con una estación tan caótica y desordenada como la anterior pero de un tamaño considerablemente mayor.  Los carteles indicativos lucían por su ausencia. También era difícil hacer dos pasos sin que algún local me ofreciera llevarme hasta el hotel expresándose en todos los idiomas imaginables.  Opté por uno de ellos, haciendo un voto de confianza y fe casi ciega.  El "taxi" era un auto algo viejo y seguramente el vehículo particular de su conductor.   Ni una identificación, ni cartel, ni oblea,  absolutamente nada que diera la impresión de estar en algún tipo de trasporte oficial.  Saliendo del alboroto de la estación, pasamos por una zona urbana bastante pobre, casi sin iluminación, hasta llegar a un vallado de seguridad con policías y militares visiblemente armados.  Allí me dejó, explicándome en un buen inglés que no tenía autorización para llevar pasajeros más allá de la valla de seguridad. Bajé con mi equipaje, las fuerzas de seguridad me dejaron pasar sin problemas, y camine algunas cuadras hasta el hotel.   Pasando el perímetro de seguridad,  era otro país.  Cadenas hoteleras internacionales, muchísimas luces, comercios, bares, etc.  Una burbuja de occidente en pleno desierto. Pronto me enseñaron que el perímetro había sido una medida necesaria luego de los atentados terroristas que se cobraron un par de decenas de vidas en los últimos años. La idea de burbuja era perfecta para describir a este lugar. 

Luego de dos días en el paraíso de Sharm debía continuar hacia la mítica Cairo.  Estaba asustado por lo que había sido mi primera experiencia buceando así que desistí de tomar el vuelo que tenía ya comprado.   Otra vez debería tomar el bus.  En parte me alegraba, puesto que ello implicaba de alguna manera recorrer por vía terrestre el mismo camino que miles de años atrás había seguido Moisés.  El sentido de la aventura me hizo no reparar en las doce horas que tendría que soportar.  Sin embargo, viaje resultó bastante monótono y tedioso. Desierto, rocas y desolación. No había mucho para ver por los caminos de la mítica península de Sinaí.  El momento más emocionante fue el paso por los túneles debajo del canal de Suez.   Pensaba que gran parte del comercio mundial pasaba por ese pequeño canal que atravesaba el antiguo país y ese dato me maravillaba.  El paso del continente asiático al africano estaba fuertemente custodiado. A pesar de notarse la pobreza de los habitantes de la zona, las fuerzas armadas parecían organizadas, bien armadas y sus integrantes lucían un soberbio orgullo. 

Luego de un poco más de andar, minutos después del atardecer estaba ingresando a El Cairo. El ingreso guardaba cierta similaridad con el "acceso norte" de la capital argentina, pero con una infraestructura mucho más antigua, descuidada y con carteles cuya luz parecía pálida, como sin fuerzas.  Otra diferencia era la abrumadora cantidad de personas que desbordaba todo.  Las paradas del transporte público estaban colmadas. Las calles también, autos, motos, la mayoría muy precarios y sobrecargados de cualquier tipo de cosa. El tránsito era increíblemente desordenado, era una verdadera selva, y justo cuando estaba empezando a agobiarme tal anarquía, me anunciaron que el bus había llegado a destino.  Debía descender.   Para mi sorpresa, la última parada era en el cantero central de una enorme avenida justo debajo de la salida de la autopista. Justo en el medio de dos torrentes absolutamente descontrolados.   De repente, estaba de noche, solo, con todo mi equipaje en el medio de una avenida repleta de conductores que parecían poseídos, dispuestos a aplastar todo lo que se les interpusiera en su camino.  De fondo se podía oír un bullicio formado por los gritos de los conductores, las bocinas, y los frenos.  Debo confesar que la situación me abrumó un poco. Si bien el transito era muy pesado, nadie se preocupaba por aminorar su velocidad. Hasta entonces estaba convencido que los argentinos eramos por lejos los peores al volante.   Estaba muy equivocado.  

Crucé la calle salvando mi vida de milagro entre insultos y bocinazos y me dispuse a encontrar algún taxi.   En esta oportunidad, la demanda superaba a la oferta, ya que mis compañeros de viaje estaban en la misma situación, y además el hecho de tomar un taxi desde una avenida sin veredas para peatones dificultaba la empresa.   Cuando pude lograr el cometido, nos dispusimos a ir hacia Zamalek, en la isla de Gezira, donde supuestamente encontraría mi hospedaje.  El paseo cambió mucho mi estado de ánimo; pasamos por la célebre plaza de Tahrir (hacía muy poco que los egipcios se habían librado de su tirano), que estaba repleta de gente a pesar que eran casi las 10 de la noche,  luego cruzamos un enorme puente hacia la isla en medio del Nilo, desde el cual se observaba una ciudad enorme, con muchos edificios y gente, por todos lados.   Si bien era de noche, una noche calurosa de abril,  la gente estaba fuera,  no había una sola cuadra que no estuviera repleta de gente, caminando, paseando o en sus tiendas.    La ciudad era vibrante, llena de gente y movimiento aún de noche. Pero por el momento no había visto rastros de la antigua civilización egipcia, sino más bien la vista me ofrecía una urbe típica del siglo XX.   Me sorprendieron los carteles de publicidad, en los que podía apreciar mujeres egipcias con sus cabellos sueltos, con cierta sensualidad que pensé era prohibida en una sociedad islámica.  En general, desde las calles se podía percibir una ciudad bastante "liberal" u "occidental".    Me preguntaba que pasaría con toda esta gente si en las elecciones ganaban los extremistas islámicos, que sin dudas no iban a estar contentos con el desorden y el "libertinaje" de la metrópoli del Nilo.  Me estaba empezando a gustar el espíritu de "la victoriosa", y su frágil estado de libertad y ebullición.


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