viernes, 4 de junio de 2010

El Bicentenario; una buena excusa para recuperar los símbolos de la Nación y establecer un nuevo punto de partida.

El pasado fin de semana largo, en el marco de las celebraciones por el bicentenario de la Revolución de Mayo, millones de argentinos tomamos las calles de cada ciudad, de cada comunidad. Esta vez, a diferencia de las últimas y recientes concentraciones masivas de ciudadanos en las calles, la espontánea actitud de una considerable cantidad de compatriotas no estuvo motivada por la ira, la angustia, la protesta, ni mucho menos por la indignación

Por el contrario, ésta vez los denominadores comunes de la jornada fueron la alegría, la esperanza, el gozo, y el sentido de pertenencia a ésta querida tierra, que hemos llamado Argentina.

Muy lejos de los pronósticos negativos y desesperanzadores que habían teñido las vísperas del festejo en los titulares de los matutinos más importantes, las pantallas de la televisión y el espacio radiofónico, la realidad encontró al 25 de mayo en medio de una verdadera fiesta. Resultaría equivocado atribuir dicho clima festivo al gobierno, o a una clase social en particular, pues se trató de un sentimiento colectivo compartido por una enorme masa crítica de individuos y ciudadanos que expresaron su voluntad de celebrar el mero hecho haber nacido o haber adoptado como hogar y como patria esta hermosa porción del Cono Sur de Latinoamérica.

De todos modos, el Estado en sus diversos estamentos ha estado a la altura de las circunstancias: la celebración nacional fue espectacular e impecable y las provincias y la ciudad autónoma también han sabido deleitar a los asistentes a los actos oficiales cargados de ingenio, emotividad y un gran valor simbólico.

Como pueblo, también hemos estado a la altura de las circunstancias: esta vez, no protagonizamos ningún tipo de incidentes, disturbios o escándalos, tampoco debimos sufrir heridos, conflictos ni peleas. Primaron la tolerancia pacífica y la alegría compartida.

Que esto sorprenda sólo puede entenderse en el marco de una sensación de violencia y conflictividad social con que se nos presenta la realidad por parte de la dirigencia política y mediática. No obstante ello, los argentinos “comunes y corrientes” hemos dado una muestra de civilidad que en lugar de sorprender, deberá en el futuro servir de inspiración para valorar nuestra realidad, confiar en nuestras potencialidades y para retomar las riendas de nuestra realidad. El hecho de habernos sorprendidos a nosotros mismos por una muestra de civilidad nos demuestra que somos capaces de actuar responsablemente y de comenzar a cambiar, de consolidar nuestras instituciones y nuestra democracia.

Dicha situación de sorpresa y así también la cuestión del hipotético “rédito político” derivado del éxito de los festejos resultan muy pequeñas, insignificantes, si las contrastamos con el cambio más trascendental y más profundo que aconteció mientras el país cantaba al unísono el himno nacional: la recuperación de los símbolos patrios, de la confianza propia en nosotros mismos y de la unidad.

Hemos asistido con júbilo, orgullo y alegría a las celebraciones patrias, entonamos en comunión las estrofas de nuestro himno nacional, hemos decorado nuestros hogares, lugares de trabajo y nuestra vestimenta con los colores patrios. Hemos visto desfilar a nuestras fuerzas armadas, en un clima de confianza y armonía, reseñando las hazañas militares y compartiendo las tristezas de las derrotas sufridas, recordamos a nuestros héroes caídos en la defensa de la patria y de la soberanía nacional, y también hemos celebrado la diversidad étnica, cultural y social que nuestra querida Argentina nos ofrece.

La recuperación de los símbolos resulta de enorme importancia, por el efecto que éstos ejercen sobre la psicología de cada individuo y en el sentimiento colectivo de pertenencia. La construcción de nuestro futuro nos exige el establecimiento de objetivos y metas, y para el éxito de nuestra empresa, será imprescindible acompañar nuestras acciones con una esperanza y optimismo en el futuro mejor que nos proponemos.

En orden a retomar el camino del desarrollo y el progreso, deberemos previamente librarnos de la mala costumbre de interpretar la realidad con una visión pesimista, negativa, escéptica, cínica, casi trágica de nuestra historia común y de nuestro presente. El tinte de pesimismo que tanto nos gusta consumir podría tener uno de sus orígenes en la forma superficial (y falsa) en la cual nos fascina relatar nuestra propia historia. Y así es que siempre estamos añorando glorias pasadas, la supuesta época en que éramos la “séptima potencia del mundo”, la gloria de la época del orden conservador, o “el granero del mundo” de principios de siglo XX. Nos hemos acostumbrado a repetir que nuestro país ha asistido impávido a ataques externos y que nuestra integridad territorial siempre se encontró en retroceso ante el avance imperialista del Brasil, el desmembramiento de territorios que constituyeron nuevos países y la voracidad por nuevos territorios de los vecinos Chilenos.

Por ello, a la recuperación de los símbolos debemos agregar la desmitificación de nuestra supuesta gloria pasada. Y ello, no por la mera frivolidad de querer destruir íconos y mitos populares, sino a los efectos de sentar las bases y emprender nuestra tarea con responsabilidad y tomando conciencia de nuestras propias capacidades.

En primer lugar, debemos despojarnos de la idea equivocada de potencia en decadencia. En efecto, nunca hemos sido potencia. Nuestra supuesta gloria se limitó a la enorme prosperidad de una pequeña porción de la población que se encontró rodeada de riquezas agropecuarias, y pretendió vivir de ellas sin desarrollar ningún tipo de industria para adicionar valor agregado a la riqueza del suelo (recordemos que la industrialización fue tardía y como reacción a la caída del sistema de comercio mundial con la crisis de 1930). Fueron invenciones foráneas las que dieron el puntapié inicial a la prosperidad; la invención del alambrado, el ferrocarril y el buque frigorífico.

La idea de “paraíso perdido” es básicamente negativa, pues el relato del fracaso que nos ofrece ejerce un efecto altamente desmoralizante: provoca en las nuevas generaciones un sentimiento de frustración, de falsa añoranza del pasado, de nostalgia inútil y hasta de desesperación. La fábula de la “Argentina potencia” se revela como un mito si somos minuciosos en nuestro análisis histórico.

Por empezar, el remoto inicio de nuestra Nación se dio cuando un extremo olvidado del Virreinato del Perú fue escindido para dar nacimiento al Virreinato del Río de la Plata. Tal medida tuvo como objetivo frenar el fuerte avance portugués sobre los dominios del litoral atlántico del Imperio Español. La humilde población de Buenos Aires se encontró repentinamente beneficiada al ser designada capital. En cierto modo, que la autoridad Imperial comenzara a destinar su atención y sus recursos a ésta parte del continente, se lo debemos en gran parte a Brasil.

La nueva capital se encontraba aislada en el medio de un enorme desierto. Carente de las tribus sedentarias que habitaban en otras partes del continente, la enorme extensión de territorio que hoy conforma nuestro país se encontraba muy escasa y dispersamente poblada. Chile, siendo muchísimo más pequeño en extensión geográfica, albergaba a una población que superaba considerablemente a la embrionaria “Argentina”.

En 1835 Chile contaba con una población que superaba el millón de habitantes, y alrededor de 1870 -época del primer Censo Nacional en nuestro país ordenado por Sarmiento- las poblaciones de Chile y Argentina eran similares, contando cada país con aproximadamente con un millón ochocientos mil habitantes. Lo cual implica que, ciento cuarenta años atrás, Chile y Argentina se encontraban igualados en cuanto a su población, mientras que hoy día nuestro país duplica la población de la vecina República de Chile.

La nueva ‘Nación’ era un gigantesco desierto despoblado, siendo sus principales ciudades fundadas por corrientes colonizadoras que provenían del Alto Perú (Santiago del Estero, Tucumán, La Rioja, Catamarca, Córdoba, Salta y Jujuy) y de Chile (Mendoza, San Luis y San Juan). Dichas poblaciones y las provincias que surgieron de ellas, serían más hijas del Perú y de Chile que de Buenos Aires –la cual tuvo que ser refundada por una corriente colonizadora proveniente del Paraguay, luego del fracaso de la primera fundación proveniente del atlántico-.

Ello nos demuestra lo equivocado del relato derrotista que además de falso esconde una enorme soberbia. La interpretación de la independencia del Paraguay o del Alto Perú como una “pérdida” por parte de la nueva entidad que sucedió al Virreinato del Río de la Plata resulta ingenua si consideramos que dichos territorios se encontraban desde hacía tiempo más poblados y con una identidad cultural mucho más fuerte que Buenos Aires. En el Alto Perú existían grandes ciudades e incluso universidades cuando en las Pampas sólo se podían encontrar reses sueltas y caseríos. Con ello en mente, Buenos Aires y la joven Argentina han sido bastante exitosas en retener bajo su órbita de influencia una extensión tan importante de territorio.

El aporte de intelectuales como Sarmiento, Alberdi o Alsina dieron al país un objetivo claro: poblar el desierto. Y la determinación de los presidentes Mitre, el propio Sarmiento, Avellaneda y Roca, la llevaron a cabo. Y quizás esa simple idea fue el primer éxito notable de la nueva república. Dicho objetivo quedó incluso plasmado en nuestra Constitución Nacional. La Carta Magna Argentina es única en el mundo al incluir un artículo que prácticamente exhorta al inmigrante europeo a venir a su territorio. La colonización masiva del desierto era el objetivo a lograr, y los hombres de antaño no escatimaron esfuerzos, incluyendo una agresiva propaganda para tentar al inmigrante garantizándole idénticos derechos que al criollo. Como complemento era necesaria una herramienta para homogeneizar el torrente foráneo: la educación pública.

Colonización masiva y educación pública fueron los dos pilares del progreso de la embrionaria nación. Pero ambos pronto se constituyeron en un factor de inestabilidad para el sistema. Los extranjeros con sus nuevas ideas traídas del viejo continente, y la educación impartida a sus hijos, pronto darían fruto a la formación de una masa crítica que comenzaría a cuestionar el sistema político, que era fuertemente elitista y cerrado. La riqueza que disfrutaba la élite comenzaba a mostrarse insuficiente para satisfacer las demandas de la floreciente población.

Quizás sea dicho momento histórico el responsable de la cristalización del concepto de “paraíso perdido” pues fue entonces cuando la propia élite comenzó a sentirse victima de sus propias iniciativas. La paradoja era clara: el cumplimiento del primer objetivo de la dirigencia (poblar el desierto, educación, desarrollo incipiente) trajo aparejado el desafío del reclamo de la mayor participación –política y económica- de los nuevos pobladores y su descendencia.

En tal contexto, es entendible que el centenario de la revolución de Mayo en 1910 fuera un momento de grandes tensiones. Estado de Sitio, Intervenciones a las provincias, y persecución política eran moneda corriente en aquella época, los historiadores Floria y García Belsunce relatan que: “…Entre 1902 y 1910 el país padeció el estado de sitio cinco veces, presentó o participó, según los casos, en una frustrada revolución radical en 1905 y la violencia ganó las calles tanto a través de la acción anarquista como de la represión policial. Los cambios operados en la estructura social, visibles en el siglo anterior producían Fuertes fisuras tanto en el sistema político como social..." (FLORIA, Carlos Alberto y GARCIA BELSUNCE, César A. “Historia de los Argentinos” Edit. LAROUSSE Pág. 741)

Entonces, tomando dicho momento crítico de la historia como punto de comparación, y a los efectos de poner de relieve el contraste, aprovecharé cambiando el eje del análisis, haciendo una comparación entre los sucesos de 2010 y 1910.

Así, una primera diferencia entre el cumpleaños 100 y el número 200 de nuestra patria la encontramos en que el segundo encontró ocupando la primera magistratura de la Nación a la Dra. Cristina Fernández de Kirchner: una mujer. El simple dato del género de quien preside la Nación resulta importantísimo si tenemos en consideración que en 1910 las mujeres no gozaban de derechos políticos y sus derechos civiles eran ínfimos. No podían elegir quien las gobernaría ni ser elegidas en cargos políticos.

Las mujeres argentinas de 1910 tendrían que esperar otros dieciséis años para que les sea reconocida por ley una ampliación de su capacidad civil, otro medio siglo más para gozar de los mismos derechos políticos que los hombres a nivel Nacional (San Juan fue pionera en 1927 con una ley que sería derogada por la dictadura de 1930) y recién hasta casi fines del siglo XX para encontrarse en situación de plena paridad legal con los hombres (cuando se equiparó la patria potestad).

Si bien el centenario encontró un país libre de esclavitud (Gracias a la asamblea del año XIII y a que el tipo de agricultura imperante no era de plantación), no podemos soslayar que ni más ni menos que la totalidad de nuestra población femenina estaba excluida del sistema político; eran esclavas de las decisiones de los hombres.

Por ello, el hecho que la Dra. Fernández de Kirchner sea la Presidenta en este Bicentenario no es para nada desdeñable, y su valor simbólico será recordado por la historia, trascendiendo la dinámica política y social que impera en nuestros días, en los cuales cuestiones coyunturales impiden una reflexión mas profunda sobre este trascendente hecho histórico. Hecho que nos remite a 1947, año en el cual la administración Perón -con la fuerza simbólica y la acción de la primera dama Eva Duarte- pudo plasmar por primera vez la igualdad en los derechos políticos entre hombres y mujeres, cuestión que había sido en primer lugar reclamada por los Socialistas y notables activistas como Alicia Moreau de Justo.

Aun así, la evolución en los derechos de las mujeres no es el único elemento positivo que nos arroja el contraste: hace 100 años, las leyes electorales permitían un sistema de fraude electoral que otorgaba a una pequeña élite el poder de elegir a los gobernantes. La democracia, era entonces casi nominal: “… En la Argentina del Centenario, sólo el 9% de la población de más de 20 años participaba en elecciones…” (FLORIA, Carlos Alberto y GARCIA BELSUNCE, César A. “Historia de los Argentinos” Edit. LAROUSSE Pág. 744)

Hoy, mas allá de las pequeñas miserias humanas que protagonizan algunos de nuestros referentes políticos y de la exageración del discurso agresivo por cuestiones mediáticas, la situación es diferente: la mayoría de la población participa en las elecciones, existe una enorme diversidad política e ideológica entre los gobernantes de las provincias y del gobierno federal, y más allá del ruido mediático, la convivencia es pacífica, no tenemos provincias intervenidas, y nuestro Congreso es plural y multipartidario. Las últimas intervenciones federales fueron ampliamente consensuadas y ayudaron a corregir situaciones de terrible gravedad institucional en las provincias de Corrientes y de Santiago del Estero.

De modo que hoy existen numerosos elementos que demuestran una evolución antes que una involución en la vida institucional de la Argentina. Los verdaderos períodos en los cuales existió un notable deterioro institucional y económico –un verdadero retroceso- fueron los nefastos golpes de estado. El “cómo” se narra la historia resulta de vital importancia para hacernos una visión macro positiva o negativa de la realidad.

Es cierto que ha muchas cuentas pendientes: el país exhibe atroces desigualdades y que hay problemas muy serios como la pobreza extrema y el desamparo, los niños de la calle, la desnutrición, la inseguridad, la corrupción, y la falta de continuidad en las políticas públicas. No obstante, todos y cada uno de esos problemas son en el fondo de naturaleza cultural. La falta de apego a las normas jurídicas, y de convivencia, encuentran como únicos responsables a cada uno de los casi 40 millones de argentinos. Entonces, el comienzo de la solución reside en tomar responsabilidad, y comenzar a hacer algo, participar, ayudar, integrar un partido político, o simplemente desde nuestros humildes lugares hacer una pequeña diferencia cumpliendo las normas, respetando al prójimo, siendo un poquito mas ordenados en todos los aspectos de nuestra vida, y también teniendo un sentido de optimismo y fe en el futuro.

En los próximos años deberemos animarnos a tomar un papel activo y audaz, revitalizando nuestra economía, cooperando entre nosotros y saliendo a competir a los mercados mundiales con nuestras empresas, nuestros productos, y tratar de establecernos como objetivo cumplir un rol protagónico en lo cultural, procurando revitalizar la herramienta que en algún momento nos dio esperanza de progreso y grandeza: la educación.

El desafío en materia educativa será transgredir nuestra fijación por el pasado, para comenzar a enfocarnos en el futuro. Para ello, habrá que abordar la educación con el objetivo de priorizar la investigación y el desarrollo. Nuestras universidades deberán acentuar éste perfil para transformarse en laboratorios de nuevas ideas, conceptos y tecnologías. El Estado y el sector privado deberán aunar esfuerzos para que las nuevas ideas y tecnologías sean integradas al sistema productivo, para que el desarrollo intelectual y científico potencie el desarrollo económico y productivo. Deberemos cuidar y apoyar el bienestar de nuestros educadores de todos los niveles, pues no tendremos educación de calidad con profesionales mal pagos y en estado de carencia.

Todo ello nos exige un cambio radical en el lugar en el cual que ubicamos la “gloria” y el “paraíso”; necesitamos imperiosamente sacarlos del pasado para colocarlos en el futuro, en el horizonte, como inspiración para trabajar, para seguir adelante y para construir el país que queremos y que nos merecemos. En lugar de llorar por el paraíso perdido, debemos proponernos trabajar por alcanzar uno nuevo, más inclusivo, para todos.

El clima de festejos y optimismo de la celebración bicentenaria es un buen indicador en tal sentido, pues nos ha ayudado a recuperar los símbolos y nos ha dado una muestra del más importante de todos: la unidad de la Nación. Nos resta la definitiva destrucción de los falsos mitos, y que establezcamos como conjunto, en unidad, como argentinos y no como facción política o social, uno o unos pocos objetivos a largo plazo. Será nuestra responsabilidad el continuar, ya que nada grande lograremos construir si previamente no conseguimos sentirnos confiados y a gusto con nuestra identidad, nuestra bandera, nuestra historia común, con nuestro pueblo trabajador, nuestros empresarios, nuestras fuerzas armadas, en fin, con nosotros mismos.


Patricio E. Gazze
Abogado.