sábado, 31 de agosto de 2013

Relatos de Egipto (Parte II)

(Arriba: llegando al complejo de Giza)
(Abajo: Río Nilo en Asuan) 

Dos de la mañana en el centro de Cairo, Abril de 2012.  Suena el teléfono, me llaman de la recepción para informarme que el transporte estaba esperándome.  Busco rápidamente el equipaje y bajo.  Un puñado minutos más  tarde estaba en ruta al aeropuerto internacional.   Si bien era entrada la noche, en el centro aún había relativamente bastante gente en las calles.  ¿Nunca duermen? pensé y seguí admirando los edificios de esa enorme ciudad que evocaban glorias pasadas y pedían a gritos mantenimiento o una mano de pintura.

La única ventaja de esta hora, era la ausencia del enloquecedor tráfico cairota.   En poco tiempo estaba en el aeropuerto.  El muchacho de la empresa turística cuyo nombre olvidé, me entregó un grupo de sobres con vouchers, propinas, instrucciones, etc.  Todo estaba listo para mi aventura hacia el interior del país.  Dos gratas sorpresas: la primera, la excelente calidad de la terminal. Era un aeropuerto moderno, amplio, eficiente, limpio, y cómodo.   La segunda fue encontrarme que el avión que estaba por tomar era de fabricación brasileña, un "Embraer". En un lugar tan exótico para mí, el hecho de viajar en una aeronave fabricada por nuestros vecinos,  era como sentirse un poco en casa.

Poco más de una hora después, me encontré en la remota Asuán, escandalosamente temprano en la mañana. Casi dormido, el guía local me llevó hasta un puerto fluvial.  Nuevamente de cara al Nilo (casi toda la actividad humana en estas tierras se desarrolla en las cercanías de sus aguas), pero esta vez había algo familiar. El aroma del río se sentía muy similar a aquel del Río Paraná en su paso cerca del puerto de Reconquista, ciudad donde crecí y despertó muchos recuerdos en mi memoria. Pero ahí terminaban las coincidencias.  A diferencia del paisaje del norte santafesino, aquí el verde sólo alcanzaba algunos metros más allá de las riberas.  Más lejos, sólo el imperturbable color cobrizo-amarillento del desierto y más atrás las montañas, igualmente áridas.  Una embarcación mediana, bastante precaria,  nos llevó en dirección norte hacia la isla de Isis, donde estaba el hotel.  Mientras tanto, los foráneos deleitábamos la mirada con algunas ruinas de aquella gran civilización de hacia ya más de tres milenios, que asomaban desde la vegetación de los islotes.

Luego de una rápida parada en el hotel, volvimos hacia el puerto a encontrarnos con la caravana.   Estábamos en el corazón de la antigua Nubia, en la parte más meridional del país, pero nos disponíamos a penetrar aún más hacia el sur.  Aquí la población lucia una piel notablemente más oscura que en el "Bajo Egipto".  De los comentarios de los guías además pude inferir una cierta rivalidad entre el norte y el sur del país, claramente querían que de las primeras elecciones libres surgiera electo un líder "sureño".  Las elecciones serían en sólo poco más de un mes.  Del mismo modo, existía un choque de opiniones entre quienes anhelaban un presidente surgido de "los hermanos musulmanes" (agrupación integrista con relaciones poco claras con el terrorismo), y quienes, preocupados por un eventual cierre del país, preferían a toda costa, un triunfo de los laicos.  Hasta entonces el poder había descansado en las poderosas fuerzas armadas, a través de "presidentes" muy fuertes, pero con una orientación laica y relativamente tolerante en lo religioso.

Compuesta de turistas y fuerzas de seguridad casi en idéntica proporción, la expedición tenia como destino el sitio histórico de Abu Simbel.   Con el panorama del enorme lago artificial Nasser (en honor al 2do. presidente de Egipto, muy querido en general por la población) por un lado, y del otro el solitario desierto, la ruta había sido objeto de numerosos ataques terroristas: ello justificaba el carácter militarizado del convoy. Vidrios oscurecidos, ¿quizás blindados?, la instrucción de no mirar demasiado hacia afuera y la compañía de numerosos agentes de seguridad fuertemente armados, garantizaban un extra de adrenalina en el paseo.  ¿El peligro?   Terroristas y otros parias con capacidad de perpetrar furtivas incursiones desde el vecino Sudán, de cuya frontera estaríamos pronto a sólo minutos.   En pleno proceso de separación (que daría a luz el 9 de Julio de ese año -vaya coincidencia- al país más nuevo del mundo: Sudán del Sur)  el enorme estado africano estaba sumido en la pobreza más extrema y la violencia más cruda.

Luego del peligroso recorrido, quedamos a merced de guías locales que nos orientarían a través de los templos construidos por el gran Ramses II algunos miles de años atrás, y re-ubicados por el esfuerzo del gobierno egipcio y la comunidad científica internacional. Bajo la bandera de UNESCO numerosos científicos extranjeros trabajaron para hacer posible el traslado íntegro de los monumentales hipogeos hacia tierras más altas, con el fin de salvarlos del lago originado por la represa alta.  

La mañana siguiente, recorrimos en auto los 180 kilómetros que separan Asuan de Luxor.   Era increíble observar lo angosto de la franja fértil que regala el Nilo.  Se podía apreciar que la tierra verde sólo se extendía unos pocos metros a los costados del río, y que la misma era intensamente aprovechada, utilizando tecnología agropecuaria bastante anticuada, por cierto. Luxor estaba por ofrecerme un sinnúmero de maravillas arqueológicas que ya resultan familiares por su popularidad en los diversos medios de difusión. Lo que quizás no se divulga mucho es el altísimo grado de corrupción de los guardianes de estos tesoros. Por unas pocas libras, todo lo prohibido se volvía permitido:  fotografiar con flash, apreciar con el sentido del tacto los frescos, entrar en las zonas no autorizadas.   Y esto no era sólo una particularidad del lugar,  sino que claramente se trataba de una regla no escrita y bastante generalizada.   Eran los propios "guardias" quienes ofrecían la espuria dispensa, no hacía falta tener iniciativa.    Gentilmente, decliné sus propuestas, pero me quedé pensando en lo que algún visitante inescrupuloso sería capaz de hacer con algo más que las devaluadas libras egipcias.  ¡Cuántas maravillas quizás se han perdido por esta causa, y hoy descansan en colecciones privadas!

Finalmente, regresé a Cairo para continuar mi aventura.  Luego de una noche de sueño reparador, desperté para encontrarme con una amiga que había conocido en Israel, Whitney.  La extrovertida pelirroja, de 25 años y nacionalidad estadounidense, actualmente residía en la ciudad ya que estaba cursando un posgrado en la Universidad Americana.   Era muy divertido ver cómo había naturalizado la manera de ser local, gritando y desafiando a los egipcios en el arte obligado del regateo.   Absolutamente todo es objeto de regateo, la comida, el taxi, el souvenir, todo.  Cuando el aspecto delata el carácter de visitante, más necesario se hace dominar esta técnica.   Es constante el fustigar de los incontables vendedores callejeros. Confieso que me pone de mal humor dicha práctica y el hostigamiento.  Pero además de ser un alivio contar con Whitney para eso, su compañía resultó una verdadera bendición. Le encantaba conversar y compartió sus vivencias en ese extraño país, su visión sobre la política y la situación del país.  Junto con sus dos amigos Angela y Darren (también norteamericanos),  me estaban esperando en un café muy cercano a la plaza Tahrir.  El lugar aún exhibía cicatrices de las revueltas que habían terminado con la presidencia de 30 años de Hosni Mubarak.  Me pareció irónico que se haya llamado "primavera" árabe a los sucesos recientes, por las muertes, la destrucción y el dolor causados, y por el resultado de incertidumbre e inestabilidad que había arrojado.

Luego del apetitoso café,  tomamos un taxi hacia el sitio de las Pirámides de Giza.  En el camino, una vez más pude se podía observar la enorme pobreza en la que vive el pueblo.  Casas de ladrillo sin revoque, de varias plantas, sin una planificación, se amontonaban en mar de color naranja-rojizo sólo interrumpido por la enorme autopista, plagada de los locos conductores.  De pronto, detrás de las precarias viviendas, una imagen que jamás olvidaré: las únicas maravillas del mundo antiguo aún en pie.   Era emocionante tenerlas ahí delante, percibir de primera mano su impresionante majestuosidad.  

Bajamos, y recorrimos el complejo, nuevamente repleto de hombres vestidos como beduinos ofreciendo arrendar camellos, caballos o recuerdos, y controlando que las hordas de turistas no ingresen en las zonas no permitidas o se trepen por los enormes escalones de las pirámides.  Ello, obviamente, no era un impedimento para quien estaba dispuesto a pagar por la dispensa. Cuando ingresé al interior de la gran pirámide, dejé mi cámara con el guía afuera. Pero en su estrecho interior otros turistas no habían hecho lo mismo, llevándose también el recuerdo electrónico. El paseo en camello fue una actividad obligada, como así también el oportuno "desvío" hacia la tienda de papiros amiga del guía de turno.  La amabilidad se tornó en un sonoro enojo cuando decliné de adquirir algún regalo, pero no hubo mayores problemas.  Gracias a esa salida del camino, pude atisbar algo de la vida de los vecinos de las colosales pirámides.   La magnífica vista solo apaciguaba los espíritus y daba una oportunidad laboral a los pobladores, que vivían como en cualquier "villa miseria" del mundo.

El recorrido terminó con una visita en el comedor del "Mena House", un hotel de lujo con campo de golf incluido al pie de las tumbas de los faraones.  Arthur Conan Doyle, Winston Churchill, Agatha Chirstie, Richard Nixon, y Frank Sinatra habían sido algunos de sus notable huéspedes.  Era como pasar de un mundo a otro. Separadas por metros (muros y agentes de seguridad) convivían la pobreza de los pobladores locales con el opulento hotel. Con la compañía de mis anglosajones amigos, no fue un problema ingresar al exclusivo restaurante, y por un momento imaginé como habría sido la vida bajo el protectorado británico. Todo allí evocaba a los días coloniales. La imagen del fastuoso estar, con la vista de los verdes fairways del campo de golf y detrás las pirámides, hacía olvidar por unos momentos el caos detrás de los muros.  Egipto sin dudas es un país de contradicciones, es uno de los lugares en los cuales la civilización ha estado presente ininterrumpidamente por milenios, aún así la pobreza, la precariedad, la violencia política y religiosa, son un recuerdo muy fuerte de lo frágil que es la paz y lo efímero que es el progreso, si no se trabaja día a día por sostenerlo.
                   
 Patricio E. Gazze
         

lunes, 19 de agosto de 2013

Relatos de Egipto (Parte I)






















(Bazar de Khan Al-Khalili, Cairo)

Caos.  Si una palabra bastara para definir a Egipto durante mi corta estancia en 2012, esa sería la elegida. Desde el momento mismo de ingresar al país, de a pie por el paso de Taba (en la frontera norte con Israel) pude percibir la anomia y el desorden imperante, que contrastaba notablemente con el hiper-ordenado y altamente videovigilado Israel.  El único símbolo indicativo de algún tipo de organización eran los soldados. A medida que me encaminaba hacia la improvisada estación de buses para tomar aquel que me llevaría hasta la ciudad de Sharm el Sheik, era constantemente acosado por hordas de egipcios ofreciendo un taxi o algún otro tipo de movilidad. Algo que me llamó la atención es que gritan al hablar, pero lo hacen naturalmente.  Si bien nosotros los argentinos somos bastante ruidosos,  los egipcios nos ganan por unos cuantos decibeles. 

Ademas de los insistentes transportistas, había muchas otras personas, al reparo de la sombra, haciendo absolutamente nada.   Me acordaba de la conversación con el taxista israelí que me llevó desde Eilat hasta la frontera.  Acusaba a los egipcios de tener cierta aprensión por el trabajo: me decía que los salarios eran más bajos que en el sudeste asiático, con lo cual el potencial y la competitividad de su fuerza laboral era enorme, pero que faltaba "algo" para que los inversores aprovecharan esa oportunidad.   Pronto me iba a dar cuenta por propia experiencia de aquella carencia.

La estación de ómnibus bien podría haber estado en algún lugar de Argentina.  Muy sucia.  Incluso más que las argentinas.  Basura no sólo en la estación, sino en todos los caminos linderos.   Si bien habían pasado años desde la ocupación del Sinaí por los Israelíes,  toda la zona parecía zona de guerra.  Mochileros esperando sentados en el piso.   No había muchas comodidades, pero el precio irrisorio del pasaje compensaba la incomodidad.  En poco tiempo estaba en un bus con muy buena refrigeración y algún tipo de telenovela árabe en las pantallas de televisión, bordeando el Golfo de Aqaba en dirección sur.  

Al despertar me encontré que había llegado a la paradisíaca Sharm.  Nuevamente me encontré con una estación tan caótica y desordenada como la anterior pero de un tamaño considerablemente mayor.  Los carteles indicativos lucían por su ausencia. También era difícil hacer dos pasos sin que algún local me ofreciera llevarme hasta el hotel expresándose en todos los idiomas imaginables.  Opté por uno de ellos, haciendo un voto de confianza y fe casi ciega.  El "taxi" era un auto algo viejo y seguramente el vehículo particular de su conductor.   Ni una identificación, ni cartel, ni oblea,  absolutamente nada que diera la impresión de estar en algún tipo de trasporte oficial.  Saliendo del alboroto de la estación, pasamos por una zona urbana bastante pobre, casi sin iluminación, hasta llegar a un vallado de seguridad con policías y militares visiblemente armados.  Allí me dejó, explicándome en un buen inglés que no tenía autorización para llevar pasajeros más allá de la valla de seguridad. Bajé con mi equipaje, las fuerzas de seguridad me dejaron pasar sin problemas, y camine algunas cuadras hasta el hotel.   Pasando el perímetro de seguridad,  era otro país.  Cadenas hoteleras internacionales, muchísimas luces, comercios, bares, etc.  Una burbuja de occidente en pleno desierto. Pronto me enseñaron que el perímetro había sido una medida necesaria luego de los atentados terroristas que se cobraron un par de decenas de vidas en los últimos años. La idea de burbuja era perfecta para describir a este lugar. 

Luego de dos días en el paraíso de Sharm debía continuar hacia la mítica Cairo.  Estaba asustado por lo que había sido mi primera experiencia buceando así que desistí de tomar el vuelo que tenía ya comprado.   Otra vez debería tomar el bus.  En parte me alegraba, puesto que ello implicaba de alguna manera recorrer por vía terrestre el mismo camino que miles de años atrás había seguido Moisés.  El sentido de la aventura me hizo no reparar en las doce horas que tendría que soportar.  Sin embargo, viaje resultó bastante monótono y tedioso. Desierto, rocas y desolación. No había mucho para ver por los caminos de la mítica península de Sinaí.  El momento más emocionante fue el paso por los túneles debajo del canal de Suez.   Pensaba que gran parte del comercio mundial pasaba por ese pequeño canal que atravesaba el antiguo país y ese dato me maravillaba.  El paso del continente asiático al africano estaba fuertemente custodiado. A pesar de notarse la pobreza de los habitantes de la zona, las fuerzas armadas parecían organizadas, bien armadas y sus integrantes lucían un soberbio orgullo. 

Luego de un poco más de andar, minutos después del atardecer estaba ingresando a El Cairo. El ingreso guardaba cierta similaridad con el "acceso norte" de la capital argentina, pero con una infraestructura mucho más antigua, descuidada y con carteles cuya luz parecía pálida, como sin fuerzas.  Otra diferencia era la abrumadora cantidad de personas que desbordaba todo.  Las paradas del transporte público estaban colmadas. Las calles también, autos, motos, la mayoría muy precarios y sobrecargados de cualquier tipo de cosa. El tránsito era increíblemente desordenado, era una verdadera selva, y justo cuando estaba empezando a agobiarme tal anarquía, me anunciaron que el bus había llegado a destino.  Debía descender.   Para mi sorpresa, la última parada era en el cantero central de una enorme avenida justo debajo de la salida de la autopista. Justo en el medio de dos torrentes absolutamente descontrolados.   De repente, estaba de noche, solo, con todo mi equipaje en el medio de una avenida repleta de conductores que parecían poseídos, dispuestos a aplastar todo lo que se les interpusiera en su camino.  De fondo se podía oír un bullicio formado por los gritos de los conductores, las bocinas, y los frenos.  Debo confesar que la situación me abrumó un poco. Si bien el transito era muy pesado, nadie se preocupaba por aminorar su velocidad. Hasta entonces estaba convencido que los argentinos eramos por lejos los peores al volante.   Estaba muy equivocado.  

Crucé la calle salvando mi vida de milagro entre insultos y bocinazos y me dispuse a encontrar algún taxi.   En esta oportunidad, la demanda superaba a la oferta, ya que mis compañeros de viaje estaban en la misma situación, y además el hecho de tomar un taxi desde una avenida sin veredas para peatones dificultaba la empresa.   Cuando pude lograr el cometido, nos dispusimos a ir hacia Zamalek, en la isla de Gezira, donde supuestamente encontraría mi hospedaje.  El paseo cambió mucho mi estado de ánimo; pasamos por la célebre plaza de Tahrir (hacía muy poco que los egipcios se habían librado de su tirano), que estaba repleta de gente a pesar que eran casi las 10 de la noche,  luego cruzamos un enorme puente hacia la isla en medio del Nilo, desde el cual se observaba una ciudad enorme, con muchos edificios y gente, por todos lados.   Si bien era de noche, una noche calurosa de abril,  la gente estaba fuera,  no había una sola cuadra que no estuviera repleta de gente, caminando, paseando o en sus tiendas.    La ciudad era vibrante, llena de gente y movimiento aún de noche. Pero por el momento no había visto rastros de la antigua civilización egipcia, sino más bien la vista me ofrecía una urbe típica del siglo XX.   Me sorprendieron los carteles de publicidad, en los que podía apreciar mujeres egipcias con sus cabellos sueltos, con cierta sensualidad que pensé era prohibida en una sociedad islámica.  En general, desde las calles se podía percibir una ciudad bastante "liberal" u "occidental".    Me preguntaba que pasaría con toda esta gente si en las elecciones ganaban los extremistas islámicos, que sin dudas no iban a estar contentos con el desorden y el "libertinaje" de la metrópoli del Nilo.  Me estaba empezando a gustar el espíritu de "la victoriosa", y su frágil estado de libertad y ebullición.